Por Maximiliano Salinas C. / Departamento de Historia Universidad de Santiago de Chile
Obviamente esta es una dimensión muy pequeña, recortada del tiempo. Es su representación, reitero, patriarcal. Donde se valora y se enseña la lucha, la competencia, la agresión, el éxito. En Chile esta representación del tiempo hizo escuela, y formó nuestras escuelas. En el siglo XIX tuvimos que ser los ingleses de América del Sur. Con el encierro neoliberal del siglo XX pasamos a ser los Chicago Boys de la Guerra Fría. La cronología de este tiempo segregador, serio y trágico es como la sucesión de las salas del Museo Histórico Nacional. Dejando atrás la pequeña y oscura sala 1 de los ‘primeros habitantes de Chile’, se va desde la sala 2 del ‘descubrimiento y conquista’ por los europeos hasta la sala 18 con el golpe militar de 1973, y los anteojos destrozados del Presidente Salvador Allende. ¿Fin de la historia?
El sentido más original y originario del tiempo es la exaltación y la celebración de la vida. Los sucesos de este tiempo, la multitud de las fiestas que celebran desde el nacimiento singular de cada persona hasta la consumación de su itinerario vital, instalan un escenario variopinto festejado por todos los pueblos del mundo. Bautizos, casorios y velorios. Siembras y cosechas. Es el ritmo impresionante de la tierra y de los pueblos de la tierra. En Chile esta historia si no se ha contado se ha vivido a todo trapo. Es la historia milenaria de los pueblos indígenas, con su extrema sabiduría. Es la historia no contada de los pueblos mediterráneos que nos trajeron palabras, canciones y bailes. Es la historia campesina y terrestre de los pueblos de África. De toda esta enjundia venimos nosotros. Y con ella vamos de atrás para adelante, y de adelante para atrás.
La expresión cumbre del tiempo de la vida es el Carnaval.
Nuestros grandes artistas del siglo XX -intérpretes de la más acendrada historia natural y social- contaron no sólo las tristes desavenencias del tiempo patriarcal, sino la exaltación de un acontecer grávido y gravitante de vitalidad. Hay que aprender a escucharlos. Gabriela Mistral, por ejemplo, se entusiasmó con los tambores de los pueblos de nuestra morenidad:
¡Quién lo creyera! Hemos hecho de Gabriela Mistral una mujer sin tambor. Recuperemos su ardor vital indígena y africano, de donde provenían sus sangres cruzadas en los valles de Coquimbo. En 1791, en el valle de Aconcagua, un esclavo africano, Mateo Ramos, tocaba el tambor en una fiesta religiosa dedicada a Santo Domingo. La hija de su amo blanco le ordenó al negro que se retirara porque le quitaba la vista. El africano, que a lo mejor a qué espíritu de su pueblo honraba bajo la máscara católica, le contestó: “No me quitaré. Estoy celebrando a alguien superior a usted, mujer engreída.” (Gonzalo Vial, El africano en el reino de Chile, Santiago: Universidad Católica de Chile, 1957, 146-147).
Celebramos ahora los quince años del Carnaval de los Mil Tambores de Valparaíso. Mil tambores, miles de vidas. A orillas del Océano Pacífico, ese escenario colosal que también es un prodigioso ser vivo. Ojo con los tambores: “Cuando el tambor comenzó a golpearse a sí mismo, se levantaron todos los que desde cientos de años atrás estaban muertos y vinieron para ser testigos de cómo el tambor tocaba el tambor.” (Amos Tutuola, 1920-1997, escritor de Nigeria, inspirado en la tradición oral yoruba, en Janheinz Jahn, Muntu. Las culturas de la negritud, Madrid: Guadarrama, 1970, 215).